Aquí en mis días de soledad,
me sorprendo pensando en ti.
Aquí en mi prisión distanciada,
me han llegado tus recuerdos.
Me han llegado aquí en mi montaña,
tus recuerdos…
Llegaron sutilmente una mañana,
tímidos al principio.
Sus voces disfrazadas en el viento,
y su presencia escondida tras las hojas.
Jugaban a escapar de mi mirada,
tímidos, diminutos y sutiles…
Me traían poco a poco tus memorias,
me trajeron tus ojos,
reflejados en la noche estrellada.
Me trajeron tu boca,
enterrada en la piel del durazno,
mezclada en su aroma,
su sabor y su forma.
Me trajeron poco a poco tus caricias,
tiernas,
cariñosas,
desesperadas.
Me trajeron tu cuerpo,
con su figura sensual y seductora.
Tambaleándose en un baile
al son y la luz de las llamas.
Me trajeron tus abrazos,
aquellos gestos casuales,
con los que una vez
lograste cautivarme.
Me trajeron tu aroma
desigual al de una flor,
falto de fragilidad,
embriagante
gentil y apetecible.
Me trajeron también las lágrimas,
las cargaron hasta aquí a mi montaña,
y las dejaron caer sobre mi rostro.
Cayeron por mucho tiempo,
tus lagrimas…
tuyas porque a ti te pertenecen,
pedazos de ti que habitaban mi alma
y que tus recuerdos se llevaron,
las llevaron como obsequio al olvido.
Maldije tu recuerdo ese momento,
maldije el dolor y la nostalgia,
y allí en mi montaña,
solo, encerrado y apartado
me enamoré una vez más de tu memoria,
me enamoré como lo hace un niño,
completa y plenamente.
Sin miedo ni remordimiento,
enamorado de una idea,
que jamás y nunca existió.