Nuevamente erecto el puente destruido en la tormenta,
y una vez cruzado el abismo que los separaba,
los antiguos amantes se reconocieron,
uno estaba hecho de agua, el otro de arena,
el viento traía consigo los dolores del pasado.
Se tomaron de la mano, y por un momento fueron playa,
hicieron orilla de noche junto a las estrellas,
y recordaron porque las olas intentan volver a tierra,
y porque la tierra intenta saciar su sed en ellas
pero entonces sopló el viento, un aullido largo y lento,
que con sus ráfagas, mantuvo a las olas en su sitio,
e hizo retroceder las arenas.
Y se vio entre ellos una cicatriz larga y mojada,
y al fin comprendieron el resultado de la tormenta.
Y el dolor fue tal que,
entristecida, la arena se dejo llevar por el viento,
mientras el agua, inmóvil, se tornaba salada.
Así llegaron a ser los mares y los desiertos,
separados por siempre en memoria de la tormenta,
sin poder olvidarse uno del otro.
Pero aun así, vemos como a veces, en añoranza,
el viento trae la arena por encima de los mares,
y por igual las nubes cruzan sobre los desiertos.
Y si ese día el viento es poco,
aunque el desierto por siempre será desierto,
vemos como los amantes se reconocen brevemente en una caricia,
y llueve.
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